viernes, 11 de julio de 2008

Isabella tiene dedos de Maquech


Antimio Cruz
Texto y foto
Mi revista: emeequis


La noche del domingo 1 de junio la crucé escribiendo, sin dormir, en el cuarto 4416 de este hotel que está frente al Millenium Park. Lo puedes ver como a 200 metros del Museo de Arquitectura y a medio pulmón de la lujosa calle Magnificent Mile.

A la mañana siguente sólo reuní fuerzas para llegar a tiempo al vuelo 1521 de American Airlines, útil para viajar de Chicago a San Luis Missouri y aterrizar a tiempo para desayunar.

El caso es que me desplomé junto a la ventanilla 19A y me disolví en un sueño sobre cebras y guepardos antes de despegar.

Estaba todo envuelto en mi sueño africano cuando algo de afuera me empezó a jalar; era el sonido de un chasquido tan suave que no sabía si era escuchado o imaginado.

No quería abrir los ojos, pues estaba muy muy muy cansado, de verdad, pero registraba cada medio minuto ese delicadísimo sonido "cick-click"... "cick-click"... "click-click"... Creo que no hay palabra en castellano para decir exactamente qué era, pero sonaba como cuando alguien tiene las uñas medio largas y las hace tronar una con otra, es un sonido muy específico, sólido pero suave.

Me resistía a abrir los ojos, pero sabía que el sonido venía del asiento al lado mío. Me quedé pensando mucho, escuchándo cada cierto tiempo ese "click-click"..."click-click"... y entonces le di al clavo... Ese es el sonido que hace el escarabajo de Yucatán que se llama el Maquech. No se si lo conocen, es un escarabajo color madera que venden vivo en las tiendas de artesanías, le ponen en la espalda piedritas brillantes de fantasía y una cadenita, de modo que se cuelga --vivo-- como prendedor. Antes decían que era símbolo de longevidad, que se alimentaba de aire y que vivía un siglo. La verdad, se alimenta de madera. Una vez, cuando éramos chicos, mi papá le regaló uno a Zuzú.

Era exactamente ese ruido extravagante, suavecito pero sólido, el que yo percibía dentro del avión, volando hacia esa ciudad junto al río Missisippi. Era el ruido del Maquech cortando la corteza delgada de madera que le sirve de alimento. Me sorprendí tanto que abrí los ojos y ¡¡¡pazzzz!!! ví este rostro, nunca imaginado antes, aceitunado, geométrico, con pestañas gigantes y cejas de un tono canela imposible de comparar. Era una mujer.

Me ardían los párpados por el desvelo y disimulé la inquietud que me trajo esta visión, pero el sonido se repitió una vez más. Entonces miré descaradamente. Busqué la fuente del chasquido y ví las dos manos de mi compañera de vuelo sosteniendo un libro de Kafka y ocasionalmente flexionando con tensión uno u otro dedo, tronando sus delgados huesos y provocando ese sonido singular.

La ví y me vio en un segundo perturbador. Tiene los ojos color café decafeindo. Pensé que se estaba encabronando por mi irrupción. Levanté mis dos manos y repetí el mismo movimiento que ella. Para mi sorpresa, el sonido de Maquech salió de mis huesos. Luego nos reímos y le conté en inglés la historia de esta joya maya, aprovechando cada segundo para aspirar su perfume --por cierto, es lo mejor que me ha pasado desde que recuperé el olfato--. Luego de hablar del escarabajo entramos a hablar del miedo al vacío u Horror vacui.

Ella se llama Isabella, es italiana, de Taormina, Sicilia, tres años menor que yo. Licenciada en filosofía y en periodismo. Viste mezclilla azul y botines color marfil, blusa de seda color perla, manga larga, botones al frente y cuello triangular; sueter negro y lentes para sol marca Carrera, aferrados a su cabello castaño. Hoy la voy a ver.

Isabella tiene dedos de Maquech y ella dice que yo también.

lunes, 10 de marzo de 2008

Virtudes públicas... vicios privados

Antimio Cruz
Texto y foto
Mi revista: emeequis

En 1989 recorrí por primera vez completa la calle Xochicalco, en la Colonia Narvarte de la Ciudad de México. Estudiaba mi último año de licenciatura en la Universidad Nacional y accidentalmente escuché que Cecilia Thomas, profesora de sociología en la carrera, combinaba su cátedra de la Facultad de Ciencias Políticas con la atención a un negocio propio: un café localizado en esa calle con nombre de sitio arqueológico.

Enajenado por mis dos vicios más persistentes de la vida estudiantil, fumar marihuana y masturbarme pensando en mujeres mayores que yo, un lunes o martes de junio me encontré en el extremo norte esa calle que se extiende con el tráfico hacia el sur y cruza unas cincuenta cuadras con edificios de clase media en el D.F. Era una esquina notablemente solitaria a pesar de estar junto a una de las avenidas más transitadas de la capital del país, el Viaducto Río Piedad, y justo detrás del único estadio de béisbol que entonces existía aquí, el Parque del Seguro Social.

Yo manejaba entonces un automóvil Atlántic color gris plomo. Esa tarde pensaba encontrar "casualmente" el café de Cecilia y cruzar alguna conversación superficial con ella. La idea era verla en un contexto diferente a la Universidad.

Con aproximadamente 37 años, Thomas era la mejor vestida entre los profesores de mi especialidad. Usaba principalmente tonos café, beige, ocre y eventualmente negro y gris. Su piel morena clara y ojos obscuros, enmarcados en cejas pobladas con arco bien depilado, llamaron mi atención desde dos años antes de que fuera mi maestra.

Contenida en un metro y medio de altura; dueña de caderas marcadas y pechos firmes, eliminaba una vaga impresión de gordura abrigada en faldas de casimir que mostraban la perfección de sus piernas. Recuerdo que entonces la Ciudad de México era poco más fría que ahora y frecuentemente Cecilia vestía sacos de lana acompañados con pañoleta o collar, lo que obligaba a enfocar la atención en su rostro.Amable pero distante, atenta pero seria, causaba poca curiosidad entre mis compañeros y sus colegas, lo cual me pareció siempre ventaja y estímulo para mi voyeurismo.

Recorrí por primera vez la calle Xochicalco, como ya decía, después de dar tres o cuatro jalones a una pequeña pipa de madera con tejidos vegetales cultivados en la selva baja mixta caducifólea de Oaxaca. Bajé la ventanilla y apagué el radio para ir descendiendo, como un oleaje irregular, hasta el Parque de los Venados.

No me detendré en describir la impresión que me causó el descubrir que en esa callejuela estaba el Consejo Tutelar para Menores, también conocido como “el reformatorio” o “la cárcel de niños”. Eso merece más energía de la que dedicaré a estas líneas. Lo que sí me hizo contener el aliento fue descubrir que después de 15 minutos de recorrido y de llegar al final de la calle, sólo había visto dos cafeterías: un antiguo local tipo vienés, de esos que venden galletitas en charolas de cartón, y un café-tarot.Thomas, como concluí acertadamente, trabajaba en el local donde adivinaban la suerte y el destino.

Ninguna información previa podía haber alimentado esa certeza, pero el conjunto de desviaciones reunido esa tarde y un oscuro móvil que me había llevado a buscarla me indicaron que la continuación lógica de ese desorden era que ella estuviera dentro del café-tarot.

Con el peculiar estado de conciencia de esa tarde, resumido en una punción en el músculo pubococcígeo, supe que si Cecilia me veía entrar en el local y ocurriera el aparente encuentro casual, estaría yo en una posición vulnerable. Lo sentí en los huevos, hablando en sentido figurado.

Dado que el café, ubicado en un local del Edificio Beatriz, era tan estrecho que sólo tenía tres mesas, mi presencia ahí no podía disimularse ni aparentar casualidad alguna. Por un lado podría inducir la idea de que creo en las cartas –algo de lo que no estoy muy seguro-. Por otra parte, en caso de que ella no supiera leer las cartas, quizá tuviera alguna herramienta psicológica para estudiar las conductas y reacciones de sus clientes; incluso podría terminar leyendo que yo me sentía sexualmente atraído hacia ella, que la deseaba, o simplemente que estaba “pacheco”.

Confirmé mi deducción sobre su presencia y actividad en el café con repetidos recorridos a la calle Xochicalco, cuyos cinco kilómetros seguí visitando de punta a punta muchas veces.

En casi una decena de ocasiones la vi entrar o salir del local vestida con faldas largas de algodón, blusas sin mangas y cintas de colores sujetando su cabello lacio y largo.

Cuando no viajaba en automóvil hacía una caminata en sentido contrario al flujo de vehículos, hacia el norte. A veces pasaba al café vienés y pedía que me pusieran un americano en vaso desechable –algo que no era muy común en la Ciudad de México a fines de los años 80--.

Una vez conversé con dos adolescentes que seguí con la mirada dos cuadras después de salir del café-tarot y me dijeron que la “señora” que leía las cartas era una española “muy chingona” –según el chavo-- y “muy acertada” –según su compañera--.
Supe que cobraba 8,000 pesos (viejos pesos) por cada lectura y que, por la descripción física, se trataba de Cecilia Thomas. Me dio risa que la creyeran española.

No entré al local ese ni otro día, pero disciplinadamente la seguí investigando. Averigüé que era soltera, que vivía con su madre y una hermana y que ganaba buena plata con los dos trabajos. No fumaba, no tomaba café –aunque lo vendía—y eventualmente usaba en su negocio blusas que permitían ver su ombligo pequeño y bien formado.

Casi tres años me masturbé pensando en ella, no lo hacía diario, pero al menos una vez por semana. Cuando me gradué conocí a Karen Löfkvist, una danesa estudiante de antropología con la que me casé enamorado. Engendramos a Carlota y Rebeca, las gemelas rosadas y suaves como la parte de atrás de las orejas de su madre. También nació Eric, con dos ojos duros, como piedras calientes. Con mi tercer descendiente busqué una hipoteca, un empleo y un fondo de retiro. Todo cool and quiet “¿comprrrende?”.

Escribo en un diario donde me envían con frecuencia a congresos de científicos, economistas, abogados y políticos. Viajo con facilidad y mis mayores vicios lúbricos provienen de las pequeñas perversiones que dos cuerpos pueden cultivar dentro del matrimonio.

Así de tranquilo estaba el tercer día de mayo de este año cuando, después de dos días saturados de trabajo en el Foro de Análisis sobre Crisis en Organismos Multilaterales, me citaron para un cóctel y cena, en el Restaurante Arrecifes del Hotel Westin en Cabo San Lucas, donde estábamos reunidos 50 especialistas y 8 periodistas.

Llegué temprano y comencé a beber cerveza mientras miraba las biznagas del desierto y el aparentemente tranquilo Golfo de California. En eso estaba cuando reconocí a una colega británica y al acercarme, de golpe, quedé junto a Cecilia Thomas. La sorpresa fue mutua. Nos abrazamos automáticamente –aunque nunca lo hubieramos hecho antes—apretamos el saludo de una manera fraternal y tras besarnos las mejillas explicamos a los otros presentes nuestra relación maestra-alumno.

En cinco minutos supe que había vivido en España, Australia y, desde hacía cuatro años, en Nueva York. Se convirtió en doctora en ciencia política, profesora en Columbia y se naturalizó estadounidense.

La conversación, breve, pasó por temas relacionados con mi carrera y con el congreso que nos reunía, momento en que me di cuenta que al hablar ella tenía marcada la “zeta” como lo hacen los españoles. Había algo bizarro en el encuentro y por una especie de instinto de supervivencia, cuya existencia me han confirmado hombres casados caídos en circunstancias similares, me disculpé y me retiré a conversar con un colega japonés, Ida Tetsuji, con el que compartía la habitación del hotel.

Esa noche Cecilia y yo tuvimos un segundo encuentro en la misma mesa de cena, en la cual originalmente no estaba asignada. Yo no estaba muy cómodo pero los buenos oficios de un joven sociólogo chino me ayudaron a evitar una conversación directa con ella más allá de “pásame la sal”. No niego que admiré de reojo su perfil, oscuros ojos y blanquísima sonrisa, lo cual me hizo felicitarme calladamente por mi buen gusto juvenil. Así terminó la cena.

Divididos en ocho o diez grupos de trabajo por la propia mecánica del encuentro, Thomas y yo sólo coincidimos en un “coffe break” el penúltimo día de trabajo, momento en el que, por inercia, cumplí con ella el protocolo asiático de entregarle mi tarjeta de presentación, gesto que no fue correspondido debido a que ella carecía de tarjetas en ese momento.

Mi última noche en Los Cabos abordé felizmente uno de los autobuses que nos llevó a un local llamado “Villa Margarita”, donde se hizo una cena de despedida, a la cual sólo estaba invitado el equipo de financiamiento de organismos multilaterales. Cené, bromeé y tomé tres margaritas con un animado grupo formado por un mexicano, tres estadounidenses, un filipino, un francés y dos británicos. Poco o nada podíamos entendernos debido al fuerte volumen con el que un mariachi cantaba bajo la terraza en la que nos ubicaron. Aunque recuerdo que repetimos mucho la palabra “monitoring”.

Cuando fuimos llamados para abordar el autobús fui al baño y encontré a un investigador noruego quien había vivido en México e insistía en presentarme a su esposa mexicana. Fuimos a su mesa y, luego de presentarme con su pareja, terminé sentado frente a una amiga de ella, Cecilia Thomas.

Vestía en negro y blanco, sin mangas, con el cabello sujeto por una banda elástica negra y ancha. Estaba inspirada como en sus mejores clases. Profesora, al fin y al cabo, comentaba su decepción por los resultados del foro y citaba algunos efectos negativos que podría tener una declaración final débil.

Como el mesero que atendía la mesa comenzó a retirar todas las copas y vasos, sugiriendo que nos apresuráramos a abordar el autobús, ella preguntó si podían servirle una última margarita, a lo cual respondió el hombre negativamente. Ambos reímos e iniciamos el camino hacia el transporte que nos llevaría al hotel donde habíamos trabajado por cuatro días.

Ya en la calle, a unos pasos del muelle lleno de yates y en medio del ruidoso ambiente de fiesta característico de la temporada de spring-breake en playas mexicanas, ella me dijo que se moría de ganas de fumar y unos pasos antes de llegar al autobús giró a la izquierda rápidamente, me jaló del brazo y me llevó con ella al otro lado de la calle donde ocho o diez congresistas ya se habían desprendido del grupo y se dirigían a un club nocturno.

Relajado por el tequila de las tres margaritas de la cena, la seguí hasta el segundo piso del local. Dentro del antro me fui a buscar cigarrillos. Soy un hombre voyeurista, ya lo había dicho, así que al regresar a la parte central del club busqué una especie de balcón para observar a la gente e invité a Cecilia a acompañarme mientras fumábamos.

Yo estaba medio pasado de copas pero todavía muy cuerdo -la verdad es que siempre que estoy pasado de copas pienso que estoy cuerdo-, así que le conté de la hermosa Karen, el viaje que hicimos después de nuestra boda por la sierra de Oaxaca, mis hijos y mi trabajo. Ella me contó de su hija única –la cual tiene la misma edad que mis gemelas— y de los problemas que la llevaron a separarse de su madre y su hermana.

Cada uno pidió una margarita más y aunque la conversación se desenvolvía de manera formal y adulta, de pronto me confesó con una sonrisa inquietante que en los años en que fue profesora en México combinaba su actividad con la lectura del tarot.

Los dos estábamos colocados en posiciones paralelas; teníamos ambos codos colocados en una especie de barrita que nos permitía ver hacia la pista de baile, pero yo me separé, giré 90 grados y me puse de frente a ella con una sonrisa cómplice pero sin atreverme a contarle nada sobre mis “viajes pachecos” frente a su local de la calle Xochicalco.

Ella entonces comenzó a actuar irresponsablemente. Me dijo que siempre le habían llamado la atención mis ojos, que sentía un poco de nervio cuando yo la miraba en clase. Yo me reí hacia adentro pensando que la pobre todavía no tenía ni idea de que entonces mis ojos estaban inflamados por marihuana y hormonas.

La veía y la escuchaba con vértigo y delicia al comprobar que, aunque tenía el cabello más claro, casi rojizo, conservaba todos los encantos que yo había estudiado detalladamente en su rostro, así como unos pechos firmes y tentadores. Nuevamente, quince años después, una punción en el músculo pubococcígeo me puso alerta.

Entonces vino la señorita típica de los antros mexicanos del grupo Anderson’s, esa que anda por los pasillos con pantalón entallado, camiseta delgada y carrilleras revolucionarias llenas de vasitos para tequila. Sopló dos veces el silbato y dos meseros me hicieron tomar de golpe un “caballito” con vodka, dinámica que repitieron con Cecilia entre risas, silbidos y aplausos. Se fueron luego, como duendes, a seguir con su travesura en mesas lejanas.

Thomas y yo hablamos luego de Estados Unidos y de México; de lo cálidos que supuestamente somos los mexicanos y de toda una serie de estereotipos sobre lo que los gringos llaman “latino”. Ella se fue pegando cada vez más hacia mí, de ladito, hasta que recargó la parte exterior de su muslo en mi entrepierna. Entonces comencé a decirle todas esas cosas que había pensado de sus ojos desde la primera vez que la vi.

Me escuchó dos minutos con una sonrisa amplia en el rostro y en seguida se lanzó a besar mi boca para después comenzar un desliz armónico hacia la piel del cuello. Yo le rodeé la cintura con ambas manos apretándola fuertemente. Giré la cara e intenté atrapar de nuevo su boca. Ella pegó sus labios fríos a mi mejilla y avanzó hacia el centro para dejarme sentir una temperatura tan fresca como un río. Antes de dejarse atrapar por mi boca hambrienta se apartó pidiéndome un minuto para ir al baño.

Yo me sentía muy mareado. Detecté en el estómago un piquete que anunciaba los estragos que el vodka comenzaba a perpetrar al combinarse con cinco margaritas con tequila, así que también me fui al baño y volví el estómago de manera silenciosa, rápida y sin dolor. Me lavé la cara reconfortado y al salir compré unos chicles de menta y dos preservativos, esto último por recomendación del joven que vendía dulces y cigarros.

Al regresar al balcón ella ya había llegado. Me aproximé y me extendió los brazos con una sonrisa. Enseguida nos abrazamos y comenzamos un reguero de besos y caricias que, a pesar de la velocidad y el deseo, no incluyeron ya besos en los labios. Tomó una de mis manos que ya frotaba su cintura y la parte baja de sus senos y la llevó más abajo, pegándola a su pubis, donde el correr ágil de mis dedos adivinó su pantaleta lisa. Luego dio media vuelta, pegó con fuerza sus nalgas contra mí y, un segundo después, se despegó y comenzó a avanzar, sujeta de mi mano, hacia la salida del antro.

Yo me cuestionaba el hecho de que estaba a punto de ser infiel a Karen, la más hermosa mujer que ha pisado el planeta Tierra, pero otra parte de mi cerebro minaba mi reflexión moral preguntándose cómo resolveríamos el problema de que estábamos en un pueblo a 20 kilómetros de nuestro hotel y ambos teníamos compañeros de habitación. Así corrían mis ideas cuando mi mirada se atoró en las luces de un cajero automático de BITAL. Enfilé hacia allá nuestros pasos.

Entre el rumor de las olas, el beat de los antros y los autos de la calle, ella perdió ligereza. Se detuvo y se sentó junto a una jardinera. Su respiración era agitada; la miré en un segundo que se me hizo eterno. Ella era evidentemente una mujer que había rebasado los 50 años de edad y eso detonó algo que yo no había querido dejar salir hasta entonces. No sólo la deseaba sexualmente, la fantasía secreta que había vivido de manera tan intensa por ella años antes y en otro lugar me hacía sentir que la quería, que quería contarle todo lo que había ocurrido al interior mío por ella y que juntos fantaseáramos sobre lo qué habría pasado si aquella tarde de junio del 89 hubiera entrado al café-tarot del Edificio Beatriz, en la calle Xochicalco.

--Es que no puedo— dijo entonces llevándose las dos manos al rostro. –No puedo, no puedo, no puedo. Soy demasiado vieja, soy demasiado vieja... y me siento tan culpable—, añadió antes de tronar en un llanto de volumen elevado que me heló la nuca.

No sé cómo se llama o cómo se describe ese sonido que se produce cuando el llanto arranca con una inhalación profunda, sigue con una exhalación con sonido fuerte y bajo, como en cuatro escalones, hasta desaparecer en una nueva inhalación. Ese ciclo se repitió seis o siete veces. Nunca había visto llorar a una mujer así. No en la vida real. Entonces me coloqué en cuclillas frente a ella y le tomé ambas manos para llevarlas a mi cara.

--No puedo, no puedo, no puedo— Volvió a comenzar. –Es que ese ruido, hay mucho ruido y me lastima--. Entonces giró la cara hacia su derecha y volvió el estómago como una cascada caliente que cayó justo sobre mi pierna izquierda.

Sentí las contracciones violentas de su estómago y en lugar de asco tuve miedo por ella. Creí que se derrumbaría en plena banqueta y me acordé rápidamente de un poeta chino que murió ahogado en su propio vómito. La moví para incorporarla. Le apreté una mano y le puse la otra en la parte superior del pecho intentando levantarle la barbilla.

Finalmente concluyó el vómito y reinició el llanto fuerte. Un joven que manejaba un “bici-taxi” se aproximó para preguntarme si necesitaba algún tipo de ayuda y yo le pregunté si había algún hotel cerca. Mi único pensamiento era recostar a Thomas y vigilar que durmiera un par de horas, porque no me imaginaba un viaje de 20 kilómetros con ella y luego bajar caminando los cuatro pisos que separaban al Lobby de la zona de habitaciones en el Westin, sin embargo la reacción de la socióloga fue de ofensa y espanto cuando escuchó la palabra hotel.

--Por favor no me lleves, no quiero que me sigas viendo así— Dijo mientras se paraba e iniciaba una caminata a paso veloz frente a los otros bares y clubes nocturnos. Sobra describir los gestos que yo veía en las personas que me observaban siguiéndola y con el pantalón lleno de vómito.

Pude explicarle con dificultad que necesitaba ir a un cajero automático para así poder pagar un taxi hasta el hotel del congreso y que pudiera descansar en su propia habitación. Entonces ella sacó un billete de 50 dólares de su bolsa y detuvo con un movimiento de mano a una camioneta Suburban de alquiler, de esas que transportan a ocho o nueve personas, la cual abordó, jalándome del brazo. Se recargó en una de las ventanillas sin mirarme.

Me acomodé junto a ella y di indicaciones al taxista para que nos condujera al hotel. Eran casi las cuatro de la mañana. Mientras los faros del auto iluminaban la carretera desértica, llena de cactáceas y agaváceas, yo miraba a la derecha la silueta de dos barcos camaroneros sobre el Golfo de California. La mano fría de Cecilia buscó mis dedos y los apretó después de enlazarlos. Sentí vergüenza al recordar que traía dos preservativos en la bolsa trasera y me sentí culpable por haberla deseado esa noche y, aunque no suene lógico, por haberla deseado 14 o 15 años antes.

No durmió en el camino, tampoco lloró más pero mantuvo la mirada fija en su propio reflejo, el cual se veía desde adentro de la suburban, en la ventana de su lado, gracias a una pequeña lámpara que tenía encendida en la parte delantera el chofer.

Arribamos al hotel y no había nadie en el Lobby. El taxista cobró rápido para retirarse sin decir palabra. Cecilia se apoyó en mi brazo y bajamos cuatro pisos en el elevador. Al llegar a la plataforma por cuyo nivel se accede a las habitaciones me dijo que quería caminar sola. Me abrazó con mucha fuerza y me besó las mejillas, la frente y los ojos pidiéndome perdón por cosas que yo ni siquiera imagino.

Yo comencé a sentirme incómodo con el pantalón sucio, que ya comenzaba a enfriarse, así que me separé de ella lo más suavemente que pude y le comenté que necesitaba pasar a un baño cercano.

--Yo me voy--. Dijo como despedida.

--No te vayas a caer en la alberca--. Respondí yo en un estúpido colofón del que me arrepentí inmediatamente.

Fui al baño que he dicho y me limpié lo mejor que pude para no entrar a la habitación con mal olor, aunque no eliminé el problema como yo hubiera querido. Antes de abrir la puerta de mi cuarto tiré al bote de basura del pasillo los condones.

Al día siguiente, el último del Congreso y el más importante porque se presentaron las conclusiones, no la vi en las sesiones plenarias. Vestido con traje de lino y listo para regresar a la Ciudad de México, me despedí de mis colegas y a las dos de la tarde tomé un taxi rumbo al aeropuerto de Los Cabos.

En el camino veía las biznagas y recordaba que en los siglos XVI y XVII se pensó que la península de Baja California era una isla gigantesca. Sudaba todavía parte del alcohol consumido en la noche y madrugada anteriores. Me puse muy triste pero no quería pensar en el tema.

Después de documentar mi equipaje compré unos regalos para Karen y los niños mientras pensaba que en la noche anterior tuve muy poco margen de maniobra en el momento en que Cecilia y yo todavía no estábamos ebrios. Nuevamente sentí una especie de hueco en el pecho al darme cuenta de que nunca antes tuve oportunidad de tener una conversación personal y a solas con ella y que en la ocasión que la tuve me porté como un ex alumno adúltero y ebrio, que se quiso tirar a la maestra.

Hice muchos esfuerzos para que mis pensamientos cambiaran su sentido. Normalmente soy obsesivo con mis recuerdos, sobre todo si están impregnados con mi católica marca de fábrica, la culpa.

Encontré en los pasillos del aeropuerto a dos investigadores de Japón y Sudáfrica que esperaban el vuelo de American Airlines rumbo a Dallas, desde donde harían sus respectivas conexiones a su destino final. Mi vuelo rumbo a la Ciudad de México, con escala en Mazatlán, salía veinte minutos después que el de ellos.

Conversamos de todo y de nada y llegamos juntos a la sala de abordar. Cuando la sobrecargo llamó a los pasajeros de American para formarse me despedí con un abrazo de aquellos con los que había compartido cinco días de acaloradas discusiones y debates. Entonces vi a Cecilia. Estaba recargada en una ventana y me miraba arropada con un hermoso vestido de algodón blanco, estampado con hojas de palmeras negras.

Descubrí que lo que más me gustaba de sus ojos obscuros es la luz que se forma sobre ellos, como reflejos sobre el agua. Sonreía de manera melancólica y me extendió los brazos. Fui hacia ella y la besé en la mejilla.

--Discúlpame Marco. Bebí demasiado y me puse llorona--, me dijo de manera muy sobria y con actitud maternal. –Ya veo que sí tenías un pantalón de repuesto--.

--No te apures, yo también bebí mucho--, respondí.

--Estoy muy apenada por haber vuelto el estómago sobre ti. Hoy en la mañana vi mi sandalia y me di cuenta de lo que había hecho. De veras que me siento muy mal—-

-No te preocupes—, dije por segunda ocasión sintiéndome absolutamente pendejo por estar desperdiciando sin ideas esos segundos pero sin poder poner en marcha mi cerebro. –Yo volví el estómago en el baño del club antes que tú— dije en un intento idiota de atenuar, mejorar o simplemente cambiar su impresión de las cosas que pasaron. La verdad no sé por qué lo dije ni quiero imaginar el efecto de tal revelación.

Me agarró la cara con las dos manos, me acercó los labios suavemente y me dio un beso dulce y fresco, apresando, dos segundos, mi labio inferior con sus dos labios. Noté entonces la raíz blanca de decenas de canas que nacían junto a sus oídos y que no había notado anteriormente.

--Adiós.— Fue la palabra con la que me recobré. Le pregunté si le había dado mi tarjeta y asintió con la cabeza, pero ya no me atreví a pedirle que me escribiera.

Me alejé sin verla pues no quería que esa imagen tan triste se me grabara.
El regreso a la Ciudad de México fue largo y cansado. Al llegar al aeropuerto nadie me fue a recoger --qué poca madre--. Una vez en casa, Karen riñó conmigo por no haber pagado las tarjetas. Yo deseaba hacerle el amor, pero la bronca nos ha durado hasta este día.

He pensado mucho en escribirle a Cecilia pero no se me ocurre para qué. Conozco en qué Universidad trabaja y no me costaría ningún trabajo conseguir su teléfono directo y su correo electrónico, pero siento que sería perturbador para ambos.

Pienso que si aquella noche le provocó algún desequilibrio lo más lógico es que quiera olvidar y que si ella no me ha escrito es porque nada necesita de mí.
Por otra parte, si volviéramos a comunicarnos ¿para qué sería?. Yo estoy casado, enamorado, tengo hijos, hipoteca y una carrera de la que me sería difícil desprenderme. Ella también tiene hija, carrera y, aunque nunca me lo dijo, supongo que tiene alguna pareja estable. Confieso que la pulsión del músculo pobococcígeo no ha cesado. Me hace fantasear con estar junto a ella, pero si nada ocurrió cuando éramos 15 años más jóvenes, quizá nada nunca podrá ocurrir.

Hoy recorrí completa la calle Xochicalco. Manejo una camioneta Jeep Cherokee verde bosque. Bajé el vidrio y apagué el radio. Vi que el estadio de Béisbol fue demolido, el Tutelar de Menores tiene rejas más altas y todavía hay dos cafés abiertos: el viejo café vienés de la esquina de Cumbres de Maltrata y otro café nuevo llamado “The Coffe Corner”, localizado tres o cuatro cuadras antes de llegar al Parque de los Venados.

En el Edificio Beatriz, donde estaba el café-tarot, las cortinas metálicas del
pequeño local están cerradas y un letrero que dice “Se renta”, corona su única entrada.

viernes, 7 de marzo de 2008

Corazón de menta


Antimio Cruz
Texto y foto
Mi revista: emeequis

El 24 de mayo de 1994 amaneció lloviendo en la región de Baden-Württemberg, en el sur de Alemania. Desde la ventana vi una corriente de agua golpeando las banquetas de piedra y haciéndose nudos en el arroyo del pueblo de Schwabisch Hall.

Tenía que salir corriendo para comprar los diarios españoles antes de que Pablo, Vérbel y la señorita Zahn me ganaran los tres juegos que, a las nueve de la mañana, arribaban al Hotel Principal, en el “Zentrum”.

Si llegaba tarde era posible pedir los periódicos prestados, pero eso significaba esperar hasta la noche, intervalo que para mí era demasiado largo desde que comenzaron a aumentar las noticias sobre México: en enero con el levantamiento del Ejército Zapatista y en marzo con el homicidio de Luis Donaldo Colosio.

Amaneció lloviendo, como decía, y me puse el abrigo negro de lana, al mismo tiempo que descubría, sobre la mesa del antecomedor, un puñito de corazones blancos hechos con azúcar.

Lucía dormía en mi habitación. Ese mediodía era su cita semanal con el psicoanalista y yo esperaba cambios bruscos. De manera sutil, pero persistente, me había dejado germinar la idea de que me dejaría de un momento a otro. La etapa más reciente del distanciamiento la palpaba por un marcado cambio de pasión hacia ternura; algo más parecido al amor filial o fraternal.

Tomé un corazón blanco y me supo a menta. Eché dos más a la bolsa de mi abrigo y, con el paraguas en la mano, salí por los diarios.
Las casas de madera, piedra y teja, levantadas en medio del bosque, escurrían agua dulce por todos lados, igual que mi sombrilla negra.

El sentido de urgencia por llegar al Hotel Principal y la secreta angustia que me provocaba el inminente abandono de Lucía, se desvanecieron un poco al pasar frente a la casa de Ingrid, la psicopedagoga que me recibió cuando llegué becado al Instituto Goethe.

Impasibles ante la lluvia, con una fuerza opuesta a la gravedad, se levantaban frente a la casa de Ingrid cientos de tulipanes amarillos, con líneas rojas que partían desde la base de sus pétalos.

Ya he dicho que la mañana era lluviosa, pero la firme elevación de las flores me hizo consciente de que en ese momento la lluvia era tenue y sin brisa.

Eran cientos de tulipanes, tan juntos que parecían una alfombra. Dentro de la casa de Ingrid escuché la risa de la pequeña Vírgil y de otros niños. No vi a nadie, pero me desconecté unos segundos y me imaginé, acostado entre los tulipanes, escondido, escuchando las risas de los niños alrededor y sin querer moverme.

Luego, en mi ensueño, la escena cambiaba. Me veía cruzando un campo lleno de esas flores de color nectarina o de color durazno maduro y llegaba hasta un gran árbol con sombra. Al rodearlo veía a Lucía, de espaldas, mirando al norte.

Un ruido mío la hacía voltear y mirarme de lleno con sus ojos verdes, absolutamente llenos de luz. Yo daba un paso atrás y tropezaba, caía de espaldas sobre los tulipanes y sentía el agua fría en la base de sus tallos.

Entonces desperté del ensueño o recobré la lucidez al escuchar la voz de Ingrid llamándome en alemán desde la puerta de su casa.

-¡Leonardo! Pasa a tomar algo caliente ¿Qué haces ahí parado?- Me gritó usando la mano como un altavoz.

-Voy por los periódicos- Le respondí también en alemán, levantando al mismo tiempo la palma de mi mano y enseñándola de frente como despedida.

-Hace rato pasó Vérbel en su bicicleta, así que date prisa si quieres un juego de diarios completo- dijo la maestra rubia como colofón a ese diálogo.

Volví a mi caminata entre agua, sintiéndome abrigado, protegido por la sombrilla, por el abrigo, pero también por el pueblo.

Entonces tuve un encuentro extraño.

Al cruzar una de las pocas calles con semáforo vi un automóvil color gris plomo y en él, sentada en el asiento del copiloto, distinguí a Beatriz Alonso, la editora que me rechazó decenas de cuentos en México. Siempre recurrí a ella porque era la mejor, pero también porque tengo un perfil obsesivo.

Me pareció que estaba muy guapa. Prácticamente sin maquillaje, enmarcaba sus cuarenta y un años con cabello lacio, corto, castaño claro; pesado copete del lado izquierdo, blusa con cuello alto y abrigo de lana gris. Del silencio brotó en mi mente la palabra “virginal”, no sé por qué.

Vi todo eso mientras cruzaba la calle frente a ella. Al piloto no lo vi porque un reflejo sobre el parabrisas me impedía distinguir su rostro, aunque puedo asegurar que era un varón.

Verifiqué que fuera ella cuando llegué a la esquina. Mi mirada fija atrajo su mirada. Levanté la mano derecha y ella levantó la mano derecha. Hizo un movimiento para bajar el vidrio de la ventanilla, pero en ese momento el semáforo cambió y su auto avanzó a toda prisa. Ella pegó su rostro a la ventana, pero en ningún momento volteó hacia el chofer para pedirle que parara.

Pensé que la escena estaba fuera de lugar. Yo estaba en el centro de un pequeño pueblo alemán de 10 mil habitantes, becado, escondido, sin un solo avance en la solución de mis vicios y complejos.

Intentaba evadir muchas cosas de mi historia reciente en México, de la cual salí como un niño con la pierna orinada.

El incidente me provocó curiosidad combinada con angustia. Preferí regresar a casa y olvidarme de los periódicos para evitar un encuentro con Beatriz en el Hotel Principal o en algún otro sitio público. No hay muchos cafés o restaurantes dónde resguardarse de la lluvia en el centro de Schwabisch Hall.

Llegué a la casa con los zapatos mojados. En la carrera descuidada de regreso pisé varios charcos. Cerré el paraguas en el porche y subí las escaleras de madera hasta nuestro apartamento.

Antes de abrir la puerta recordé los corazones de menta y, para calmar mi ansiedad, me eché a la boca los dos que me había llevado a la calle.

Al entrar procuré no hacer ruido. Lucía estaba en la regadera y yo me fui inmediatamente al teléfono para marcarle a Michelle Knight, la experta en lectura de tarot. Sabía que en el Distrito Federal eran cerca de las tres de la mañana, pero esa es la hora en la que ella más actividad tiene; la psicomagia requiere rutinas que le permiten concentrar fuerza durante la noche y yo aprovecho ese puente con Michelle siempre que estoy en Europa.

Marqué su teléfono pero nadie contestó y eso hizo crecer la desazón que yo traía... “cómo es posible que nadie conteste en casa de la única persona que conozco que tiene agorafobia y que evita, a toda costa, los espacios abiertos”, me repetía mentalmente.

Era muy tarde o muy temprano en México para que Michelle no estuviera en casa.
Me quedé trabado marcándole. Repetí la marcación cinco o seis veces, sin dejar que pasaran cinco segundos entre uno y otro intento, como cuando llamaba a la oficina de Lucía y ella no me contestaba. Me di cuenta de que estaba sintiendo por Michelle una especie de sentimiento de celos, como el que sentía por Lucía. Evidentemente mi corazón estaba hecho un desmadre, entre mi novia, mi maga y mi ex editora.

-Llamaron del Hotel Principal buscándote- Irrumpió la voz de Lucía, detrás de mí, al salir de la regadera con una bata de toalla blanca y su cabello negro suelto.-Les dije que ibas para allá porque pensé que buscarías los periódicos.

Yo dejé el auricular del teléfono en su lugar y me esforcé por disimular calma.

-¿Dijeron para qué me buscaban?- le pregunté mientras me daba cuenta de que yo todavía traía puesto el saco y estaba escurriendo agua en la sala. –Hace mucho que Jürgen, el recepcionista, apenas me saluda cuando entro al vestíbulo.

-Parece que alguien de México vino al pueblo y dejó un libro para ti.- respondió Lucía mientras se acercaba por la espalda al sitio donde me había sentado para hablar por teléfono.

Me puso una mano en el hombro y luego me besó en la mejilla. “Te quiero”, escuché al mismo tiempo que sentí vapor tibio de su ducha.

El cabello húmedo de Lucía, recién salida del baño, me hizo pensar en mi propio cabello húmedo y frío, mojado por la lluvia.

-Hoy en la noche quiero que cenemos juntos en la calle, en el griego de las ensaladas- me dijo la hermosa criatura frotando con su palma el dorso de mi mano.
Giró suavemente su metro y medio de estatura y, con lánguidos movimientos de gata, se volvió a encerrar en el baño.

Yo volví a sentir la muerte chiquita del abandono físico y el temor punzante de que de un momento a otro su ausencia se volviera permanente.

Cuando llegamos de México, ambos becados, éramos dos egos maltratados que buscábamos reposo. Luego nos volvimos confidentes y amantes. Después peleamos consecutivamente hasta el grado de que nada nuevo nos contábamos para no darle armas al otro.

-¿Para qué quieres que cenemos en la calle?- Le pregunté junto a la puerta cerrada.

-Quiero platicar contigo, pero mejor en la noche, con más calma-

Iba a preguntar de qué quería hablar, pero mejor me quedé con la cabeza apoyada en la puerta, oliendo el vapor perfumado que salía tras la larga ducha. Era un aroma a violeta y jazmín, según pude distinguir.

-Voy por el libro. Te veo en la noche- dije y ya no esperé respuesta.

La curiosidad me hizo sobreponerme a la angustia y crucé el pueblo hasta el Hotel Principal. Llegué a la recepción escurriendo agua. Me di cuenta de lo desarreglado que estaba al toparme con la mirada severa de Jürgen. Acomedidamente me quité el abrigo y lo colgué en una percha antes de acercarme.

-Un hombre que venía de prisa dejó este paquete para usted. Creo que no sabía su dirección precisa pero tenía alguna referencia de que usted nos visita con frecuencia- Dijo el recepcionista originario de Dusseldorf.

-¿Vió usted si alguien lo acompañaba?

-No.

-Perdón que insista pero ¿no vio si alguien lo esperaba en su auto o en el porche?

-Nadie lo acompañaba en el auto rentado. Un volvo color gris plomo, creo-. Remató su frase con un elegante movimiento de brazo con el que me extendió el libro, que más bien parecía un folleto, pues tenía menos de 25 páginas. Evidentemente Jürgen lo había revisado, a pesar de no entender español. Era un volumen de poesía llamado Pasión y canto de Estefanía de la Luz, escrito en Baja California por Flora Calderón Ruiz. En la portada tenía un dibujo del desierto y en su interior sólo un poema estaba subrayado:

Como una promesa
Volverán los descarnados
Abre la puerta golpean
Ciento cuatro años de mariposas

Leí el poema inmóvil. Di media vuelta, tomé mi abrigo y, tras resguardar el libro bajo mi sweater, volví a cruzar la lluvia hasta mi casa.

Al llegar era casi el mediodía en Alemania y cerca de las cinco de la mañana en México. Nuevamente le marqué a Michelle y, afortunadamente, la encontré. Le conté la ensoñación con tulipanes, el encuentro con Beatriz Alonso y mis últimos días de angustia con Lucía.

-Está muerta- Me dijo Michelle interrumpiendo mi soliloquio.

-¿Quién?- Le dije reaccionando como si me hubieran golpeado el estómago.

-Tu amiga Beatriz está muerta. Estoy segura porque lo sentí inmediatamente. Creo que le pidió a alguien que te llevara ese libro y posiblemente sí la viste, pero ella está bien muerta.

-Esto no me gusta Michelle. La verdad no me siento muy bien físicamente. Mejor luego te hablo- Le dije y tras mandarle un beso colgué.

Me paré, di vueltas por el departamento varias veces hasta que me eché a la boca un corazón de menta. Luego tomé el librillo que me habían dado y, tras mirarlo, empecé a escribir un cuento largo sobre el desierto del norte de México. Acabé en la tarde, cuando ya no llovía.

Lucía vino por mí y en la cena me dijo que estaba embarazada, que íbamos a ser padres. Nos abrazamos el resto de la noche.

Al día siguiente, otras llamadas telefónicas al D.F. me confirmaron que Beatriz Alonso había muerto meses atrás de cáncer en la matriz. Sentí que era un deceso injusto.

Algo había terminado en ese momento y otra cosa había empezado, como una vela que toma fuego de otra vela casi extinta. Desde entonces, la visita de Beatriz en ensoñaciones se hizo muy frecuente y detonó una fuente de escritura que todos los días me acompaña y cuya energía sólo es comparable con el nacimiento de la pequeña Lucía, esta niña que duerme a unos pasos de mí, abrazando a su madre.

Entrega a domicilio


Antimio Cruz
Texto y Foto

Mi revista: emeequis

Frente a la tienda donde trabajaba mi madre, en la calle Carlos Cuaglia, vivía Nicole Kline, una americana de 19 años que dejó la Universidad de Florida para venir a trabajar como traductora en Cuernavaca.

Yo tenía 10 años cuando la conocí, como parte de mis eventuales servicios de mensajero y repartidor de la tienda.

Una tarde de julio yo era la única persona disponible en la siempre ajetreada tienda “Chilpancingo”, por eso mi madre me mandó a la casa de Nicole, con dos litros de leche; despreocupada, como quien manda a su hijo a la parte baja de la alberca.

Yo estudiaba quinto de primaria en la Veinte de Noviembre, una escuela de gobierno ruda, por decirlo de algún modo. Algo que me distinguía de mis amigos era que yo sabía inglés porque una vecina, la señorita Porras, tenía un acuerdo económico con mis padres para darnos clases particulares a mí y a mi hermana Adriana, lunes, miércoles y viernes, con unos casetes y libros de los gemelos Castor y Pólux.

Cuento este detalle del inglés porque cuando llegué a la puerta de Nicole vi que había una frase escrita aproximadamente a un metro de altura. Algo que los adultos posiblemente no leían inmediatamente, pero que mis ojos captaron desde que me paré enfrente y que me hicieron pensar en el título de una película que estuviera por empezar.

“You are not your own fortune teller”

Primero me dio mucho gusto saber que podía entender completa la frase, por lo menos gramaticalmente. Después, cuando la leí por segunda y tercera vez, en mi mente infantil o prepuberta, apareció la imagen de que ahí vivía una gitana, por eso de la palabra “Fortune”.

Como ocurre con los pensamientos de los niños, la idea que ocupaba mi atención se desvaneció sin que me diera cuenta, se cortó de manera súbita porque me entró otro pensamiento inquietante. Concretamente me di cuenta de que me estaba ganando de la pipí, o sea que me estaba orinando.

Toqué la puerta con un poco de desesperación, temblando. Me urgía pasar al baño y no me había dado cuenta de esta presión hasta que se empezaron a poner frías mis costillas con un sudorcito inconfundible. Este tipo de olvidos urinarios me habían sucedido recientemente dos veces en la Veinte de Noviembre y por lo menos una maestra, Aranzazú, ya me había identificado por ese detalle.

Cuando la americana o gringa abrió la puerta traté de aparentar calma y le dije de manera muy formal “¿Me permite pasar a su baño, señora?”. Sin esperar respuesta estiré los brazos, prácticamente aventándole los dos litros de leche.

Ella se quedó callada pero levantó la mano para apuntar en dirección a la puerta del baño. Todo lo demás me valió madres. “¿Quién puede pensar en Dios o la Virgen cuando sientes que te gana y no llegas”, me había dicho un día la maestra de quinto.

Entré corriendo, cerré la puerta y bailando—temblando me bajé la bragueta. El resultado no fue exitoso. La mitad de la pipí cayó en mi pantalón y el resto en el w.c. A mis costillas se les quitó el sudor frío, pero al mismo tiempo mi pecho se fue desinflando desilusionado y también, ahora lo sé, desmoralizado.

Recién empapado volví a despertar, es decir que sentí como si volviera a despertar. Tomé un pedazote de papel higiénico para secarme, me tallé y presioné la mezclilla pero no conseguí mucho. Entonces busqué un espejo para revisar cómo me veía.

Un espejo grande, detrás de la puerta, me devolvió la imagen con una mancha infame en mis jeans de rayas rojas y azules –bien setenteros, como me gustaban—. Me lamenté de no tener un sweater para amarrármelo a la cintura, aunque en mi escuela amarrarse el sweater era cosa de maricas.

Creo que tardé demasiado, pues Nicole tocó la puerta.

—¿Estás bien?— preguntó con su acento gringo.

—Sí, ya voy— contesté mientras trataba de recordar el camino que recorrí desde la puerta de entrada. Me senté en la tasa y comencé a observar el lugar donde estaba.

Era un baño grande, viejo, lleno de plantas y de muchos objetos raros: caracoles con semillas adentro, flores secas y pequeños cuadritos con dibujos a lápiz de mujeres desnudas. Había también dos relojes viejos y muchos frascos de vidrio empañado con líquidos de diferentes colores. En medio de todo eso estaba yo, orinado.

Me acerqué a la puerta para intentar escuchar dónde estaba la gringa y calculé que podría salir rápido hasta el vestíbulo sin que me viera.

Me tomó dos minutos decidirme. Tenía que salir sin bajarle a la palanca del baño para no hacer ruido. Aspiré y me moví superrápido.

Abrí la puerta, identifiqué rápidamente la salida y me apuré a cruzar un pequeño vestíbulo donde sólo había una mesa con un mantel que tenía soles pintados, unas sillas negras de madera y una lámpara de piso.

Llegué a la salida y abrí gritando una despedida: “Gracias señora”. Cerré rápido y comencé a bajar las escaleras cuando oí que ella abría su puerta detrás de mí.

Primero me hice buey sin voltear hacia atrás, pero luego ella me pidió detenerme y, de la manera más ilógica, sin sentido de lo que llaman instinto de supervivencia, paré mi carrera.

—Todavía no te pago— gritó Nicole con una voz que parecía de irritación.

—¡Ah! Sí. De veras— respondí mientras intentaba esconder mis piernas entre los barandales.

Creo que esa fue la primera vez que la miré detenidamente. Era rubia, lacia, delgada, tenía brazos largos, caderas bien marcadas y tetas que se dibujaban claramente, a pesar de la poca luz de la escalera. En conjunto, era una amenaza.
Me pidió subir para pagarme y yo le dije que no porque mi madre no me había dicho cuánto era.

El pantalón comenzaba a picarme cuando me di cuenta de que ella ya venía bajando la escalera. De un brinco me separé del barandal y me senté en un escalón con las piernas juntas.

—¿Qué tienes? – dijo mientras se flexionaba y sentaba junto a mí. Yo me quería ir corriendo, pero no me levantaba y sólo esquivaba su mirada. —¡Ah! Eso...

Cuando dijo la frase supe que me había visto el pantalón manchado. Me paré como un resorte e iba a abalanzarme corriendo escaleras abajo.

—Espera, espera, no te vayas – Con sus brazos largos me alcanzó y jaló, sujetándome contra su pecho. Me quedé temblando de nervios. –No tengas miedo. Vamos a llamar a tu mamá para decirle que te quiero enseñar unas fotos de Estados Unidos ¿Quieres?—

La verdad es que yo tampoco quería volver a la tienda con los pantalones mojados y que me vieran mi mamá y todos los clientes. Me daba pena pensar en las caras que pondrían.

No respondí nada. Nicole me soltó y luego rodeó mis hombros con su brazo.

—Ven. Sube. Algo se nos va a ocurrir.

A los dos minutos estaba yo sentado frente a la mesa del mantel de soles. Vi que su decoración era muy diferente a la de mi casa. Era algo así como hippie, cortinas con estrellas estampadas, algunas imágenes hindúes con varios brazos y otras figuritas talladas en madera.

Me preguntó mi nombre, se lo dije y me pidió esperar a que llamara a mi madre.
Se paró cerca para hablar por teléfono, entonces la vi por segunda vez. Era muy bonita. Diferente a todas las mujeres con las que yo normalmente trataba.

Piel rosa, nariz delgadita, ojos verdes muy claritos y dedos como dulces suaves. También tenía unos aretes que me parecieron demasiado gruesos para el resto del cuerpo.

—Creo que voy a adoptarte las próximas dos horas— Dijo sonriendo mientras volvía a la mesa.

—¿Tú eres gitana?— Le pregunté porque fue lo primero que se me ocurrió. Me acababa de acordar del letrero de la puerta.

Ahora que pienso en mi pregunta me doy cuenta que, en ese tiempo, no sabía nada de gitanos, pues el físico de Nicole no coincide con el de aquellas mujeres de poderosa mirada.

—No soy gitana. Soy una gringa que escribe poesía. Pero si tú quieres te leo las cartas, ahora estoy aprendiendo.

Yo pensaba que eso era pecado, pero mi curiosidad era más fuerte, así que le dije que sí quería.

Trajo una baraja y me pidió sacar 56 cartas con la mano derecha. “Sólo saca una carta cuando sientas calor al pasar la mano sobre ella porque si no la lectura no sirve”, dijo.

Yo no estaba poniendo mucha atención al juego porque seguía mojado y el pantalón me picaba, pero además ella me ponía nervioso. Era muy bonita y yo no podía dejar de pensar en eso. Me le quedaba viendo a la nariz y en cómo se movía suavemente mientras respiraba.

—Creo que no te estás concentrando. Mejor te traigo unos pantalones para secar los tuyos junto al boiler—

Obviamente yo no quería quitarme los pantalones, y menos frente a ella, pero acepté cuando me trajo un pants y me dijo que yo podía poner a secar mi propia ropa.

Me fui al baño y me desvestí mirando a la puerta del espejo. Puse mi pantalón en un gancho junto al boiler y la ropa interior en una bolsa, porque esa no quise tenderla.

Al regresar al comedor ella estaba barajando de nuevo las cartas y me preguntó si me gustaba alguna niña de la escuela. Le dije que sí y cómo era. Saqué las cartas y, después de unos minutos me dijo que desafortunadamente no salía en la lectura.

Me preguntó si había otras niñas que me gustaran y cómo eran, pero ninguna salió en sus diferentes lecturas.

Al final, Nicole torció la boca, hizo los ojos bizcos y dijo que no era muy buena con las cartas, así que guardó su baraja.

Me ofreció un té con hielos y me comenzó a platicar de su ciudad, Clearwater, rodeada por el Golfo de México y la Bahía de Tampa. Creo que también dijo que vivía cerca de un parque con lago, o algo así.

Luego me dio unas fotos y me preguntó si quería que me tejiera una pulsera. Como le dije que sí sacó unos mecatitos y comenzó a tejer tres hilos, con nudos, a los cuales le iba intercalando piedras negras y azules.

En eso estábamos cuando se puso a llorar despacito. Se limpió la cara y sonrió diciendo que se había acordado de su novio, “bueno, ex novio”. Un chavo mexicano, de Michoacán, con el que había terminado meses atrás. Él se quedó en Estados Unidos, dijo.

Lo que más me impresionó fue que, hablando para sí misma, comenzó a decir que ella lo iba a esperar, que no importaba qué hiciera él o a dónde fuera, ella siempre lo iba a querer y a esperar que él regresara y que iba a cambiar todas las cosas que tuviera que cambiar para que pudieran volver a estar juntos.

Yo la estaba escuchando y comencé a sentir algo muy raro por ella, por una parte pensaba que su ex novio seguramente era un pendejo que no se daba cuenta que la estaba haciendo llorar. Luego pensé que a mí me gustaría que alguna vez alguna mujer tan bonita me llegara a querer así, a toda prueba, sin rendirse. Y al final algo en todo eso me dio lástima, porque tuve la certeza de que no iba a regresar con el chavo que tanto quería. No sé por qué pensé eso, pero así de clarito lo pensé.

Estiré la mano y se la puse en el hombro para que se tranquilizara. Quería darle un beso, pero no me atreví.

Ella se volvió a frotar los ojos y sonriendo me dijo que ya estaba la pulsera. Me la midió y me dijo que la muñeca de mi mano era bastante gruesa para mi edad y que seguramente iba a ser un hombre muy fuerte. Me puso tres nudos y, mientras yo estaba revisando el adorno, me agarró la cara con las dos manos abiertas y me dio un beso en la mejilla.

Me espanté un poco y le dije que ya tenía que irme. Fui por mis pantalones y salí dándole la mano y las gracias. Esa noche tuve un sueño con ella. Fue un poco cursi porque la veía embarazada, sentada en un sillón, y escuchaba una canción en francés que no puedo recordar por más que me esfuerzo.

Nicole regresó a Estados Unidos seis meses después. Yo no volví a su casa más, pero a veces contestaba el teléfono y ella me saludaba con mucho cariño y me preguntaba por mis novias, antes de pedir algún encargo de la tienda.

Cuando se me rompió la pulserita la guardé en un pequeño costalito que siempre traigo en la bolsa. Entre los 15 y los 23 años mi deporte favorito fue cortejar turistas extranjeras, aprovechaba el inglés, pero nunca volví a sentir ese sentimiento combinado de deseo y compasión que sentí con Nicole Kline.

Tuve muchas aventuras, hasta que una noche, como si el genio de un frasco me hubiera escuchado, cobré conciencia de que estaba en un cuarto de hotel, en Guanajuato, con Nicole desnuda en mi cama, apenas dos horas después de encontrarnos, algo ebrios.

—¿Cómo debemos llamar a esto?— le pregunté hechizado por su cara.

— Hope— respondió antes de la tormenta de besos.

Desde entonces y hasta ahora estamos juntos, por fortuna.