viernes, 7 de marzo de 2008

Entrega a domicilio


Antimio Cruz
Texto y Foto

Mi revista: emeequis

Frente a la tienda donde trabajaba mi madre, en la calle Carlos Cuaglia, vivía Nicole Kline, una americana de 19 años que dejó la Universidad de Florida para venir a trabajar como traductora en Cuernavaca.

Yo tenía 10 años cuando la conocí, como parte de mis eventuales servicios de mensajero y repartidor de la tienda.

Una tarde de julio yo era la única persona disponible en la siempre ajetreada tienda “Chilpancingo”, por eso mi madre me mandó a la casa de Nicole, con dos litros de leche; despreocupada, como quien manda a su hijo a la parte baja de la alberca.

Yo estudiaba quinto de primaria en la Veinte de Noviembre, una escuela de gobierno ruda, por decirlo de algún modo. Algo que me distinguía de mis amigos era que yo sabía inglés porque una vecina, la señorita Porras, tenía un acuerdo económico con mis padres para darnos clases particulares a mí y a mi hermana Adriana, lunes, miércoles y viernes, con unos casetes y libros de los gemelos Castor y Pólux.

Cuento este detalle del inglés porque cuando llegué a la puerta de Nicole vi que había una frase escrita aproximadamente a un metro de altura. Algo que los adultos posiblemente no leían inmediatamente, pero que mis ojos captaron desde que me paré enfrente y que me hicieron pensar en el título de una película que estuviera por empezar.

“You are not your own fortune teller”

Primero me dio mucho gusto saber que podía entender completa la frase, por lo menos gramaticalmente. Después, cuando la leí por segunda y tercera vez, en mi mente infantil o prepuberta, apareció la imagen de que ahí vivía una gitana, por eso de la palabra “Fortune”.

Como ocurre con los pensamientos de los niños, la idea que ocupaba mi atención se desvaneció sin que me diera cuenta, se cortó de manera súbita porque me entró otro pensamiento inquietante. Concretamente me di cuenta de que me estaba ganando de la pipí, o sea que me estaba orinando.

Toqué la puerta con un poco de desesperación, temblando. Me urgía pasar al baño y no me había dado cuenta de esta presión hasta que se empezaron a poner frías mis costillas con un sudorcito inconfundible. Este tipo de olvidos urinarios me habían sucedido recientemente dos veces en la Veinte de Noviembre y por lo menos una maestra, Aranzazú, ya me había identificado por ese detalle.

Cuando la americana o gringa abrió la puerta traté de aparentar calma y le dije de manera muy formal “¿Me permite pasar a su baño, señora?”. Sin esperar respuesta estiré los brazos, prácticamente aventándole los dos litros de leche.

Ella se quedó callada pero levantó la mano para apuntar en dirección a la puerta del baño. Todo lo demás me valió madres. “¿Quién puede pensar en Dios o la Virgen cuando sientes que te gana y no llegas”, me había dicho un día la maestra de quinto.

Entré corriendo, cerré la puerta y bailando—temblando me bajé la bragueta. El resultado no fue exitoso. La mitad de la pipí cayó en mi pantalón y el resto en el w.c. A mis costillas se les quitó el sudor frío, pero al mismo tiempo mi pecho se fue desinflando desilusionado y también, ahora lo sé, desmoralizado.

Recién empapado volví a despertar, es decir que sentí como si volviera a despertar. Tomé un pedazote de papel higiénico para secarme, me tallé y presioné la mezclilla pero no conseguí mucho. Entonces busqué un espejo para revisar cómo me veía.

Un espejo grande, detrás de la puerta, me devolvió la imagen con una mancha infame en mis jeans de rayas rojas y azules –bien setenteros, como me gustaban—. Me lamenté de no tener un sweater para amarrármelo a la cintura, aunque en mi escuela amarrarse el sweater era cosa de maricas.

Creo que tardé demasiado, pues Nicole tocó la puerta.

—¿Estás bien?— preguntó con su acento gringo.

—Sí, ya voy— contesté mientras trataba de recordar el camino que recorrí desde la puerta de entrada. Me senté en la tasa y comencé a observar el lugar donde estaba.

Era un baño grande, viejo, lleno de plantas y de muchos objetos raros: caracoles con semillas adentro, flores secas y pequeños cuadritos con dibujos a lápiz de mujeres desnudas. Había también dos relojes viejos y muchos frascos de vidrio empañado con líquidos de diferentes colores. En medio de todo eso estaba yo, orinado.

Me acerqué a la puerta para intentar escuchar dónde estaba la gringa y calculé que podría salir rápido hasta el vestíbulo sin que me viera.

Me tomó dos minutos decidirme. Tenía que salir sin bajarle a la palanca del baño para no hacer ruido. Aspiré y me moví superrápido.

Abrí la puerta, identifiqué rápidamente la salida y me apuré a cruzar un pequeño vestíbulo donde sólo había una mesa con un mantel que tenía soles pintados, unas sillas negras de madera y una lámpara de piso.

Llegué a la salida y abrí gritando una despedida: “Gracias señora”. Cerré rápido y comencé a bajar las escaleras cuando oí que ella abría su puerta detrás de mí.

Primero me hice buey sin voltear hacia atrás, pero luego ella me pidió detenerme y, de la manera más ilógica, sin sentido de lo que llaman instinto de supervivencia, paré mi carrera.

—Todavía no te pago— gritó Nicole con una voz que parecía de irritación.

—¡Ah! Sí. De veras— respondí mientras intentaba esconder mis piernas entre los barandales.

Creo que esa fue la primera vez que la miré detenidamente. Era rubia, lacia, delgada, tenía brazos largos, caderas bien marcadas y tetas que se dibujaban claramente, a pesar de la poca luz de la escalera. En conjunto, era una amenaza.
Me pidió subir para pagarme y yo le dije que no porque mi madre no me había dicho cuánto era.

El pantalón comenzaba a picarme cuando me di cuenta de que ella ya venía bajando la escalera. De un brinco me separé del barandal y me senté en un escalón con las piernas juntas.

—¿Qué tienes? – dijo mientras se flexionaba y sentaba junto a mí. Yo me quería ir corriendo, pero no me levantaba y sólo esquivaba su mirada. —¡Ah! Eso...

Cuando dijo la frase supe que me había visto el pantalón manchado. Me paré como un resorte e iba a abalanzarme corriendo escaleras abajo.

—Espera, espera, no te vayas – Con sus brazos largos me alcanzó y jaló, sujetándome contra su pecho. Me quedé temblando de nervios. –No tengas miedo. Vamos a llamar a tu mamá para decirle que te quiero enseñar unas fotos de Estados Unidos ¿Quieres?—

La verdad es que yo tampoco quería volver a la tienda con los pantalones mojados y que me vieran mi mamá y todos los clientes. Me daba pena pensar en las caras que pondrían.

No respondí nada. Nicole me soltó y luego rodeó mis hombros con su brazo.

—Ven. Sube. Algo se nos va a ocurrir.

A los dos minutos estaba yo sentado frente a la mesa del mantel de soles. Vi que su decoración era muy diferente a la de mi casa. Era algo así como hippie, cortinas con estrellas estampadas, algunas imágenes hindúes con varios brazos y otras figuritas talladas en madera.

Me preguntó mi nombre, se lo dije y me pidió esperar a que llamara a mi madre.
Se paró cerca para hablar por teléfono, entonces la vi por segunda vez. Era muy bonita. Diferente a todas las mujeres con las que yo normalmente trataba.

Piel rosa, nariz delgadita, ojos verdes muy claritos y dedos como dulces suaves. También tenía unos aretes que me parecieron demasiado gruesos para el resto del cuerpo.

—Creo que voy a adoptarte las próximas dos horas— Dijo sonriendo mientras volvía a la mesa.

—¿Tú eres gitana?— Le pregunté porque fue lo primero que se me ocurrió. Me acababa de acordar del letrero de la puerta.

Ahora que pienso en mi pregunta me doy cuenta que, en ese tiempo, no sabía nada de gitanos, pues el físico de Nicole no coincide con el de aquellas mujeres de poderosa mirada.

—No soy gitana. Soy una gringa que escribe poesía. Pero si tú quieres te leo las cartas, ahora estoy aprendiendo.

Yo pensaba que eso era pecado, pero mi curiosidad era más fuerte, así que le dije que sí quería.

Trajo una baraja y me pidió sacar 56 cartas con la mano derecha. “Sólo saca una carta cuando sientas calor al pasar la mano sobre ella porque si no la lectura no sirve”, dijo.

Yo no estaba poniendo mucha atención al juego porque seguía mojado y el pantalón me picaba, pero además ella me ponía nervioso. Era muy bonita y yo no podía dejar de pensar en eso. Me le quedaba viendo a la nariz y en cómo se movía suavemente mientras respiraba.

—Creo que no te estás concentrando. Mejor te traigo unos pantalones para secar los tuyos junto al boiler—

Obviamente yo no quería quitarme los pantalones, y menos frente a ella, pero acepté cuando me trajo un pants y me dijo que yo podía poner a secar mi propia ropa.

Me fui al baño y me desvestí mirando a la puerta del espejo. Puse mi pantalón en un gancho junto al boiler y la ropa interior en una bolsa, porque esa no quise tenderla.

Al regresar al comedor ella estaba barajando de nuevo las cartas y me preguntó si me gustaba alguna niña de la escuela. Le dije que sí y cómo era. Saqué las cartas y, después de unos minutos me dijo que desafortunadamente no salía en la lectura.

Me preguntó si había otras niñas que me gustaran y cómo eran, pero ninguna salió en sus diferentes lecturas.

Al final, Nicole torció la boca, hizo los ojos bizcos y dijo que no era muy buena con las cartas, así que guardó su baraja.

Me ofreció un té con hielos y me comenzó a platicar de su ciudad, Clearwater, rodeada por el Golfo de México y la Bahía de Tampa. Creo que también dijo que vivía cerca de un parque con lago, o algo así.

Luego me dio unas fotos y me preguntó si quería que me tejiera una pulsera. Como le dije que sí sacó unos mecatitos y comenzó a tejer tres hilos, con nudos, a los cuales le iba intercalando piedras negras y azules.

En eso estábamos cuando se puso a llorar despacito. Se limpió la cara y sonrió diciendo que se había acordado de su novio, “bueno, ex novio”. Un chavo mexicano, de Michoacán, con el que había terminado meses atrás. Él se quedó en Estados Unidos, dijo.

Lo que más me impresionó fue que, hablando para sí misma, comenzó a decir que ella lo iba a esperar, que no importaba qué hiciera él o a dónde fuera, ella siempre lo iba a querer y a esperar que él regresara y que iba a cambiar todas las cosas que tuviera que cambiar para que pudieran volver a estar juntos.

Yo la estaba escuchando y comencé a sentir algo muy raro por ella, por una parte pensaba que su ex novio seguramente era un pendejo que no se daba cuenta que la estaba haciendo llorar. Luego pensé que a mí me gustaría que alguna vez alguna mujer tan bonita me llegara a querer así, a toda prueba, sin rendirse. Y al final algo en todo eso me dio lástima, porque tuve la certeza de que no iba a regresar con el chavo que tanto quería. No sé por qué pensé eso, pero así de clarito lo pensé.

Estiré la mano y se la puse en el hombro para que se tranquilizara. Quería darle un beso, pero no me atreví.

Ella se volvió a frotar los ojos y sonriendo me dijo que ya estaba la pulsera. Me la midió y me dijo que la muñeca de mi mano era bastante gruesa para mi edad y que seguramente iba a ser un hombre muy fuerte. Me puso tres nudos y, mientras yo estaba revisando el adorno, me agarró la cara con las dos manos abiertas y me dio un beso en la mejilla.

Me espanté un poco y le dije que ya tenía que irme. Fui por mis pantalones y salí dándole la mano y las gracias. Esa noche tuve un sueño con ella. Fue un poco cursi porque la veía embarazada, sentada en un sillón, y escuchaba una canción en francés que no puedo recordar por más que me esfuerzo.

Nicole regresó a Estados Unidos seis meses después. Yo no volví a su casa más, pero a veces contestaba el teléfono y ella me saludaba con mucho cariño y me preguntaba por mis novias, antes de pedir algún encargo de la tienda.

Cuando se me rompió la pulserita la guardé en un pequeño costalito que siempre traigo en la bolsa. Entre los 15 y los 23 años mi deporte favorito fue cortejar turistas extranjeras, aprovechaba el inglés, pero nunca volví a sentir ese sentimiento combinado de deseo y compasión que sentí con Nicole Kline.

Tuve muchas aventuras, hasta que una noche, como si el genio de un frasco me hubiera escuchado, cobré conciencia de que estaba en un cuarto de hotel, en Guanajuato, con Nicole desnuda en mi cama, apenas dos horas después de encontrarnos, algo ebrios.

—¿Cómo debemos llamar a esto?— le pregunté hechizado por su cara.

— Hope— respondió antes de la tormenta de besos.

Desde entonces y hasta ahora estamos juntos, por fortuna.

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